Los milagros invisibles
(Tribuna en el diario El Comercio, 21 de abril de 2019)
Una de las cosas buenas de la
primavera es que, además del inevitable catálogo de lluvias mil abrileñas, trae
consigo un equipaje de milagros invisibles. Y ya no es solo el estallido de los
colores, como si la paleta de un pintor hubiera tomado las riendas de la vida,
y los parques, los montes y los escaparates hubieran tenido un arrebato;
tampoco es por lo de la sangre amotinada, la rebelión del espíritu, las
astenias o las alergias. Ocultos entre cansancios, horas legalmente robadas al
sueño y estornudos, llegan los días de prodigios secretos, que a veces se desvelan
en las hojas verdes que le salen al olmo viejo hendido por el rayo y en su
mitad podrido, y a veces en una resurrección, así, sin más.
Organizamos nuestra existencia en ciclos que
tienen que ver con el tiempo, con los meses, con las estaciones. Dividimos el
año en periodos de trabajo y de vacaciones. Nos dejamos acariciar, y a veces
maltratar, por las festividades cuyo origen se pierde en la noche de los
tiempos, y que, quién sabe si no responderá a secretas razones que nunca nos
hemos parado a pensar.
Que la Pascua de Resurrección se
celebre en primavera, coincidiendo siempre en torno a una luna llena, a lo
mejor no es tan casual como podría parecer. Más allá de las convicciones
religiosas de cada uno, es posible que bajo la celebración se oculte un portento
también, mucho más terrenal, mucho más humano, que tiene que ver con los
ciclos, y con la posibilidad de resucitar.
A veces hay muertes más dolorosas
que la propia muerte. A veces morimos a diario en un laberinto de desasosiego o
de abatimiento, devastados por los miedos o por la inquietud, por la depresión
o por el abandono. Y duran mucho tiempo, bastante más que los tres días de
rigor.
Tal vez por influencia de series,
películas o novelas, todos hemos tenido alguna vez la fantasía de cómo sería
volver de la muerte. Regresar a las calles y a las personas para comprobar los
estragos del olvido, o la pervivencia de las lágrimas, para comprender lo que
nunca supimos ver mientras habitábamos con inconsciencia el reino de la vida, o
para descubrir finalmente cuánta falsedad se ocultaba detrás de unas palabras.
Ese paseo por el mundo de los vivos cuando ya no lo seamos, resulta fascinante,
pero igual deberíamos probar a hacer algo parecido pero mientras seguimos aquí:
Resucitar de esa muerte de un trabajo horrible, de una relación tóxica, de un
desamor lacerante, de un desánimo mortal, de un miedo al propio miedo. Resucitar
al ritmo de los brotes que se hacen flores en los cerezos, de las violetas
florecidas a la orilla del camino, de los colores de moda en la ropa de
temporada, de los libros recién llegados
a las librerías, de las canciones que presagian sol, de una mirada que tiembla,
del mar invencible renovado con cada ola. Salir del letargo del tiempo gris que
finaliza, de las horas oscuras tras la ventana, del dolor inútil.
En las hojas nuevas del olmo
viejo están escritos todos los milagros invisibles de la primavera.
Feliz resurrección.